Lamía la vida
compulsivamente, gota a gota, de un manantial estéril que le alejaba de la
condena de la muerte. Reiniciaba así la epopeya de su pueblo, un
pueblo exiliado al olvido de la humanidad, lejos de la frontera de lo real y de
lo inteligible.
Entre sus manos, el
cuerpo aún caliente se adentraba en el abismo de la oscuridad eterna, más allá
de la vida que conociera. El oro rojo de sus venas bañaba los labios de la
bestia, agrietados por la sequía del silencio al que fue relegado.
Era el último de su
especie, o quizá fuese el primero. Después de años de habitar en las
profundidades de las pesadillas más atroces, había encontrado la puerta que lo
llevara de vuelta al mundo que un día
habitó. Solo y debilitado, se adentraba en una vida desconocida que ya no
recordaba. El Hombre lo convirtió en el monstruo que era y al Hombre
correspondía la penitencia de su sufrimiento. Era hora de ajustar cuentas con
la especie que lo desterró a un inframundo aún por descubrir. Nadie sabía qué
era, nadie recordaba qué fue… Solo una bestia con sed de venganza que
derramaría las lágrimas de su pueblo sobre la arrogancia de la humanidad; el
ángel vengador de unos seres olvidados que había escapado del infierno del “no
ser”.
A cada gota de sangre, su
cuerpo se agitaba convulso, extasiado por cada inyección de vida que le
devolvía a la realidad. Sus músculos entumecidos despertaban tras milenios
desvanecidos en el material etéreo de los sueños. Ya no era la sombra acechante
de una pesadilla. La vida había regresado a su cuerpo y estaba a punto de
segar la Tierra con la guadaña
certera de su ira. Eran tiempos de venganza y de cobrar el precio de su exilio
a la humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario